lunes, 2 de junio de 2014

¿Quién puede salvar a El Salvador?


En el año 2014, el país más pequeño de Centroamérica se está desangrando. Ya a estas alturas del año la sangre de más de mil salvadoreños ha teñido de rojo las quebradas de Sonsonate y La Libertad, los cañaverales de Usulután, los cafetales de Chalatenango y los callejones oscuros del Área Metropolitana. En cada esquina una madre que clama por su hijo, en cada vela diez hermanos llorando por uno de los suyos.

En los primeros cuatro meses del presente año el Instituto de Medicina Legal registra un promedio de diez homicidios por día. Cada día diez más. Esto significa un aumento de más del 50% comparado con el mismo período  del año pasado. En estos días la violencia explota. El último fin de semana de mayo cerró con 81 homicidios. Aquel ‘Salvador’, cuyo nombre lleva orgullosamente el país parece haber abandonado en fuga el territorio nacional. Dios sabe dónde se metió. 

El ahora expresidente de la República, Mauricio Funes, da por rota la así llamada ‘tregua entre pandillas’, mientras mediadores e iglesias la siguen defendiendo. Si en algo están de acuerdo todos los salvadoreños es en que hay que hacer algo. En lo que las opiniones difieren, y esto a lo largo de la historia, es en la manera de solucionar los problemas que enfrenta el país. 

Mientras que unos exigen la sangre de todo pandillero, otros se agarran a una tregua vaga como a un tallo de paja en plena tormenta. Otros se callan, se refugian en sus casas, en iglesias, en residenciales y  quieren cerrar ojos y oídos ante tanta muerte. Todas estas reacciones son perfectamente entendibles y profundamente humanas. ¿Quién, en un primer momento, no quiere ver muerto al que le quitó la vida al hijo, al hermano, la hermana? ¿Quién no quisiera creer que haya gente que se empeña en negociar soluciones? ¿Quién no quisiera desaparecer, no ver, no oír, no sentir en un ambiente de tanta violencia?

Como dijimos, todos estos sentimientos son válidos, pero ninguno lleva a una solución. A ver, una política represiva en contra de las pandillas, las detenciones y la represión masivas casi al azar en barrios marginales terminaron en un aumento terrible de la violencia en El Salvador entre el 2004 y 2009. Aparte de, efectivamente, castigar a delincuentes, esa política llenó las cárceles del país también de jóvenes inocentes cuyo único crimen ha sido nacer en una zona marginal luchando día tras día por no caer en las garras de las pandillas.

La tregua por definición no es solución para un conflicto. Según la Real Academia Española la palabra ‘tregua’ significa la “suspensión de armas” por un “determinado tiempo”, una “intermisión”, un “descanso”. Las cifras muestran que la tregua de hecho logró reducir significativamente los homicidios en el país en un determinado tiempo. Sin embargo, una tregua nunca puede ser una solución ya que no trata los problemas que están en el fondo del conflicto y mucho menos cuando la negociación de dicha tregua sucede de manera no transparente y a espaldas de la sociedad.

Que la tercera postura no es solución es más que obvio. Cada niño sabe que cerrando los ojos el bus que lo está por atropellar al cruzar la calle no desaparece, que ignorando las noticias los hermanos no dejan de morir. Es más, quien calla no es partícipe, no es sujeto. Quien no actúa deja que otros actúen sobre él o ella.
Mientras que las dos primeras perspectivas (una política represiva y el apoyo a la tregua) se encuentran a lo largo y ancho del espectro social de la sociedad, el cerrar los ojos ante la realidad es un fenómeno que se observa más en las clases media y alta, siendo casi imposible para personas que viven en las zonas marginales sacudidas por la violencia tomar esta postura.

Hay que dejar claro aquí que las pandillas no son para nada los únicos causantes de las muertes en El Salvador. El narcotráfico, repentinos crímenes medioambientales, conflictos entre familiares y vecinos y sobre todo el número espantoso de feminicidios, que pone El Salvador en uno de los primeros puestos a nivel mundial en cuanto a la violencia contra mujeres, tienen su parte significativa en el todo espantoso.

Más allá de las muertes que aparecen en los diarios y en las estadísticas no podemos olvidar las miles de muertes no registradas. La muerte interna y silenciosa de cada madre llorando por su hijo, la muerte lenta de tantos que cada día tienen que temer por sus vidas camino a la escuela o al abrir sus negocios y por fin la muerte lejana y callada de los miles y miles de salvadoreños que dejan atrás a su país y a sus familias y mueren en la anonimidad del camino porque en El Salvador ya no hay vida para ellos.

Se ve que el problema va más allá de las pandillas y por tanto una solución no puede agotarse en ellas. No se necesita de mucha perspicacia para comprender que un conflicto que abarca toda la sociedad no se puede solucionar sin la participación activa de toda esa sociedad misma. La tregua entre pandillas ha demostrado, aunque deficientemente, que el sentarse y conversar puede tener resultados positivos. Para generar soluciones a largo plazo, sin embargo, un diálogo abierto y trasparente en el cual participen todos los sectores de la sociedad es imprescindible.

Cuando hablamos de todos los sectores insistimos en que sean todos: representantes del Estado, el sector privado, la PNC, las fuerzas armadas, la sociedad civil con su abanico de organizaciones y dentro de este también las pandillas. Es un atrevimiento, casi un sacrilegio para muchos en El Salvador considerar a las pandillas parte de la sociedad civil. Incluso los pandilleros mismos hacen una distinción entre ellos, los policías y los ‘civiles’. Cualquier intento de incluir a pandilleros en el proceso de pacificación es descartado inmediatamente por una gran parte de la población, por un miedo y una rabia que son entendibles, y resuena en los medios bajo la etiqueta de “pactar con criminales”.

Foto: ElFaro.net

Hagamos un breve paréntesis. Siendo realistas debemos reconocer que la división de la sociedad salvadoreña no es tan sencilla como teniendo a la sociedad civil por un lado y a las pandillas por otro. Es un hecho que los aproximadamente 60,000 mareros que hay en El Salvador tienen familiares, padres, hijos, hermanos, primos y tíos quienes no son miembros de ninguna pandilla ni apoyan su causa espantosa.  La cantidad de personas en el país quienes están relacionadas directa o indirectamente con pandilleros es entonces un múltiplo del número de miembros de las pandillas y representa una porción significativa de la población. Por tanto hay que entender los pandilleros como profundamente insertos en relaciones, por cierto muchas veces conflictivas, dentro de la sociedad civil.

En cuanto a “pactar con criminales” tendemos a olvidar que los pandilleros no son los únicos criminales en El Salvador y que muchos de los que toman decisiones a nivel nacional e internacional, algunos incluso democráticamente electos, constantemente delinquen contra la humanidad causando hambre, injusticias y muerte. Con ellos, no obstante, pactamos todos los días, comenzando por el momento en que los defendemos en vez de denunciarlos.

De ninguna manera se trata aquí de relativizar o justificar la ola de violencia, en gran parte relacionada con el problema de las pandillas, que está de sacudiendo al país en estos tiempos. Al contrario, cada acto de violencia, cada homicidio que se comete, sea por un marero o no, debe ser investigado y condenado según la legislación correspondiente. Para garantizar procesos justos y trasparentes, eso sí, serán inevitables reformas profundas del sistema penal.

De lo que sí se trata es de ver al fondo del problema, de preguntar por su causa. ¿Por qué hay tantos jóvenes en El Salvador que terminan metiéndose a las pandillas? ¿Cómo podemos rehabilitar y reinsertar a exmareros en la sociedad? ¿Qué perspectivas y oportunidades podemos crear con y para TODOS los jóvenes de hoy, la sociedad de mañana?

Por hoy, hermanos salvadoreños siguen siendo arrancados de sus familias, de sus centros laborales y escuelas y mientras las muertes sigan estamos aún lejos de hablar de reconciliación. Lo que sí debemos reconocer es que si queremos para El Salvador una paz consolidada y duradera donde la solidaridad ocupe el lugar del rencor, un proceso de reconiliación será necesario. Esto no es una utopía y desde la historia sabemos que las heridas no sanan sólo con el tiempo. Ejemplos de Europa de la segunda mitad del siglo pasado y esfuerzos en escenarios de posguerra por ejemplo en la ex Yugoslavia y Ruanda demuestran que la reconciliación da sus frutos.

Lo más urgente en El Salvador ahora, sin embargo, es terminar con los homicidios y terminar con la represión generalizada contra la población, sobre todo las y los jóvenes, de los barrios marginados. Esto sólo se puede lograr dialogando, tomando en cuenta al otro como persona con derechos, obligaciones, necesidades, miedos y sueños, pero primero como persona.

Dialogar significa hacer un paso atrás, moverse de su propio punto de vista para dar lugar al otro. Significa ceder e intentar de ver la realidad desde la perspectiva del otro, tratar de comprenderlo. Esto es verdadero diálogo y sólo esto. Dialogar siempre cuesta. Es perder un poco de lo propio para poder avanzar en conjunto. Tiene sentido, pues de nada sirve lo propio si por agarrarse de ello nadie avanza y sigue habiendo tanta muerte. 

Un diálogo sólo puede funcionar cuando todas las partes estén participando, tomados en cuenta y respetados. No cabe duda de que una madre quien perdió a su hijo por la mano de un pandillero tenga poco interés de dialogar con él. Lo mismo se puede decir de otra madre cuyo hijo murió por la bala de un policía. Sin embargo, reiterando lo anteriormente dicho, para que cambien las cosas será necesario.

En estos días un nuevo gobierno se está haciendo cargo del poder ejecutivo de El Salvador. Muchas personas ponen mucha esperanza en los nuevos dirigentes políticos respecto a una solución del problema de la violencia. De hecho el gobierno juega un papel importante en crear condiciones de vida dignas para todos los salvadoreños. Sin embargo, no podemos olvidar que El Salvador es una democrácia y por tanto el poder es de su gente.

El gobierno no puede resolver los problemas del país sin el apoyo de la población. Corresponde a cada una y a cada uno de nosotros contribuir desde ya a la construcción de un nuevo país, desde nuestros hogares, nuestros barrios y residenciales, nuestras ofincinas y escuelas. Tendrá su precio, pero al fin y al cabo no es nada más y nada menos que su misma a gente la que puede salvar a El Salvador.

Foto: ElFaro.net

domingo, 15 de diciembre de 2013

Desarrollo y Buen Vivir desde la Cosmovisión Maya

El pasado sábado 30 de noviembre tuve la oportunidad de estar de nuevo en el programa "Por Dentro" de la radio YS UCA 91.7 FM.
Esta vez hablamos sobre el desarrollo, el buen vivir y la cosmovisión maya en un mundo que está en crisis y compartí de mi experiencias con los mayas Mam de Guatemala.


Desde hace casi 10 años la mina "Marlin" opera en el municipio de San Miguel Ixtahuacán, departamento de San Marcos (Guatemala) extrayendo oro, plata y otros metales preciosos. La empresa prometió trabajo, infraestructura y desarrollo a la población. Sin embargo, la realidad es otra. Los pobladores indígenas maya sufren desde el inicio de los efectos negativos que trajo la mina instalada por la empresa norteamericana "GoldCorp" (contaminación de tierras y agua, enfermedades, pobreza, conflictos sociales, violaciones de derechos humanos). ¿Es este el tipo de desarrollo y el progreso que los mayas quieren para su pueblo?
¿Cuál es su visión del mundo y de la vida a inicios del siglo XXI.?
En el programa "Por Dentro YS UCA" del 30 de noviembre tuvimos la oportunidad de discutir sobre alternativas y compartir testimonios impactantes de mujeres indígenas de San Miguel Ixtahuacán recolectados por nuestro compañero Benjamin Schwab en su reciente viaje a Guatemala.
Las propuestas de los mayas en las montañas de San Marcos son fuertes y urgentes en los tiempos de crisis climáticas, ambientales, económicas y emocionales que vive nuestro mundo actual.

Aquí va el audio completo:

domingo, 1 de diciembre de 2013

Profecía de un pueblo en tiempos turbios


“El pasado jueves, 14 de noviembre a las 4:45 de la madrugada tres hombres armados accedieron de manera violenta a las oficinas de la organización de derechos humanos Pro-Búsqueda, amordazaron y ataron a tres personas que se encontraban dentro del edificio, sustrajeron documentos y equipos, rociaron gasolina sobre los muebles y prendieron fuego.”

Sin rodeos, en un contexto salvadoreño tendemos a relacionar una noticia de este tipo con la represión de parte del estado contra organizaciones que velaron por los Derechos Humanos en la época de los 70 y 80 del siglo pasado. Es más, escribiendo desde la UCA, el escenario se asemeja demasiado al asalto y la masacre de los seis jesuitas y las dos mujeres del 16 de noviembre de 1989, de cuyo aniversario lo separan apenas dos días.

Sentimos un escalofrío al enterarnos de que el hecho no ocurrió durante la guerra civil, sino el 14 de noviembre de 2013, a casi 22 años de la firma de los acuerdos de paz. Ocurrió además, en una triste secuencia de atropellos contra defensores de los Derechos Humanos y las víctimas del conflicto armado considerando el cierre de la oficina de Tutela Legal y en una coyuntura social inundada en casos de corrupción y la duplicación de los homicidios durante los últimos meses en el país.

En los últimos días muchas instituciones se han pronunciado al respecto y denunciado lo sucedido. Junto con muchos amigos y compañeros de diferentes colectivos y grupos estudiantiles me uno a todas estas denuncias y quiero dar un paso más aportando con lo que hago: teología latinoamericana.

Considerando los últimos sucesos y el panorama político y social más amplio de El Salvador, los tiempos no han cambiado mucho con los acuerdos de paz. Sigue habiendo fuerzas poderosas que, ante una situación de la recién declarada inconstitucionalidad de la ‘Ley de Amnistía’, quieren impedir que salga a la luz la verdad, que haya justicia y paz. Si damos un paso atrás y miramos la historia humana y la tradición cristiana incluso podemos decir que los tiempos no han cambiado desde que Yahvé le preguntó a Caín: “¿Dónde está tu hermano?” nada más para recibir la respuesta cínica de aquel: “No sé, ¿soy yo, acaso, el guardián de mi hermano” (Gen 4, 9). El pueblo pobre y sencillo es oprimido, desaparecido, matado y silenciado en todas las épocas. De la misma manera. los poderosos de turno callaron y asesinaron a los profetas quienes, siendo voz del pueblo sufriente, denunciaron los excesos de un sistema de muerte. El Antiguo Testamento nos da ejemplos desde la historia del pueblo de Israel. En el Nuevo Testamento es el mismísmo Verbo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret. que es atormentado hasta la muerte en la cruz. Pero también la reciente historia de El Salvador nos regaló incontables mártires que dieron su vida por el pueblo, la verdad y la justicia, entre ellos los más prominentes Monseñor Oscar Arnulfo Romero y los seis padres jesuitas, mártires de la UCA.

Es el mismo Ellacuría quien, pocos años antes de su propio martirio, habla de la “bienaventuranza de la persecusión”[1] aludiendo a Mt 5, 6: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”. Dejando claro que de ninguna manera había que buscar la persecusión o el martirio, Ellacuría sin embargo, afirma que la persecusión de la Iglesia es consecuencia necesaria de su misión profética oponiéndose al poder opresor y optando por los más débiles. Esto lo entiende en continuación directa de Cristo quien, según Ellacuría, “no buscó la cruz, pero se encontró con ella, porque su misión religiosa pareció a los poderosos de su tiempo un desafío socio-político” (ibid.)

Como nos muestra el caso del reciente asalto a la Asociación Pro-Búsqueda, no son solamente individuos, sino cualquier institución o estructura comprometida con la justicia, quienes sufren la persecución y el martirio. Sin duda alguna, Pro Búsqueda, siguiendo el espíritu de su fundador, el jesuita Jon de Cortina, puede ser considerado profecía viva del pueblo salvadoreño. Desde el año 1994 la organización, ha unido a cientas de familias y ha reencontrado a decenas de niñas y niños desaparecidos durante la guerra civil en El Salvador. Con su permanente e insistente trabajo de incidencia política, Pro Búsqueda es además una fuerte voz de la conciencia que nos recuerda en la actualidad, que sin justicia no habrá paz y como tal es piedra angular en la construcción de una sociedad más humana. Entendido de esta manera, Pro Búsqueda también es juicio, pero un juicio que no busca primeramente el castigo del verdugo, sino ante todo la dignificación de la víctima inocente. Es el rostro del mismo Jesucristo, la víctima inocente por excelencia, que se refleja en cada niño y niña desaparecida cuyo único delito fue su inocencia.

El hecho de que sea necesaria la existencia de organizaciones como Pro Búsqueda, nos demuestra que el Estado salvadoreño aún está lejos de decir la verdad y sigue condenando silenciosamente a las víctimas inocentes. Atentados, como el recién ocurrido, contra organizaciones de los Derechos Humanos representan un asalto a la esperanza de un pueblo entero que sigue en busca de sus hijos perdidos, de paz y un mínimo de vida digna. El pasado 14 de octubre, el pueblo salvadoreño fue clavado una vez más en su cruz, amarga cruz del olvido, cruz de la violencia. Y una vez más es revalidado como víctima del pecado estructural. Sin embargo, en los últimos días se ha hecho escuchar un grito de indignación tanto entre comunidades y organizaciones nacionales, como internacionales, que claman por justicia. Es así que, como en la cruz de Cristo ya está sembrado el germen de la resurrección, en esta noche oscura del pueblo salvadoreño, la esperanza no muere y sigue luchando por la verdad que, como creemos los cristianos, finalmente liberará a la humanidad (Jn 8, 32).

[1] Ignacio Ellacuría, “Persecusión”, Escritos Teológicos/Tomo II. UCA Editores, p. 587.



Jóvenes pronunciándose por la verdad y la justicia en la Vigilia de los Mártires de la UCA el pasado 16 de noviembre

lunes, 28 de octubre de 2013

Bryan tiene que desaparecer



Es la tarde en el albergue “Hermanos en el Camino”´, en Ixtepec. Una de esas tardes en que a pesar de la rutina diaria, casi minucionsamente estructurda entre horarios para comer, lavar, bañarse, recoger ropa y usar el internet, no se parece a ninguna otra. Aquí cada día cuenta una nueva historia, cada una en su propia danza de fatalidad y esperanza destaca de las demás y rompe la monotonía del eterno presente igual. Ninguna de estas historias se presenta en un gran escenario; todas ocurren en un oscuro rincón, en la sombra del miedo y la vergüenza. Ninguna se agobia, pero todas quieren ser escuchadas, aunque el público sea escaso y los palcos estén vacíos.

Este día Bryan* me contará su historia. Bryan es un migrante que en el camino hacia el norte no anhela nada más que el sur.

Esta tarde me toca ordenar la bodega, donde cada día se reparte ropa a migrantes que llevan puesto apenas lo necesario. El día anterior había llegado una donación de ropa considerable de una parroquia cercana. Zapatos, camisas, blusas, pantalones, gorras y chamarras, todo revuelto, llenan bolsas negras hasta reventar. El caos parece previsible cuando, dentro de una hora, los migrantes hagan fila frente a la bodega. Para evitar eso, hay que ordenar y clasificar las piezas y acomodarlas en las estanterías correspondientes. Un migrante joven, con quien había tratado ya varias veces en estos días, me va a ayudar en esta tarea.

Es tal vez a la mitad del primer costal de ropa, entre una blusa y un pantalón, que le pregunto: “A propósito, ¿cuál es tu nombre?” “Yo soy Bryan”, llega inmediatamente la respuesta. “¿Y de dónde eres?”, quiero saber.

Bryan es de San Salvador. No puedo reprimir mi sonrisa. “¿De San Salvador? Ahí vivo yo también.” Bryan me mira con cara de asombro. Pero cuando le revelo que originalmente soy de Alemania y le aclaro lo que me había llevado a su tierra, empieza a soltarse.

“¿Estás también en camino hacia los Estados Unidos?”, le pregunto y me arrepiento en el mismo instante, conciente de la posible redundancia de la pregunta. “No”, es la respuesta de Bryan. Levanto la vista. “Sólo estoy aquí porque ya no puedo estar en mi país”.

Dejo de un lado la camiseta que estaba a punto de doblar y me siento sobre una bolsa. “No entiendo”. Bryan se saca una sonrisa, se sienta en otra bolsa y empieza a contar su historia.

Bryan lleva ya dos meses viviendo en el albergue “Hermanos en el Camino”. Aquí celebró su cumpleaños número 18, su mayoría de edad, diferente a lo que se había imaginado. Bryan viene de una familia humilde y vivía con su madre, su hermana mayor y el hijo de ella, de dos años, en Mejicanos, un municipio en las afueras de San Salvador. Su hermano mayor, que le lleva por tres años, vive en otro barrio, cerca de ellos.

En los últimos años Mejicanos se ha ido convirtiendo en un foco de la guerra entre las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18. Fue aquí donde en el año 2010 pandilleros asaltaron y prendieron fuego a un microbus de la ruta 47. Catorce personas murieron calcinadas.

Fue aquí donde Bryan creció. Conoce a varios de los actuales pandilleros desde su infancia. Bryan va a la escuela, le falta un año para terminar su bachillerato. Después quiere estudiar ciencias jurídicas para mejorar la situación de su pueblo. Bryan es un joven despierto e inteligente.

Pero las cosas sucedieron de modo distinto al que él esperaba.

Una noche, en su casa, suena el teléfono. Bryan contesta. Del otro lado, una voz masculina, desconocida: “Mirá bicho, o te hacés uno de nosotros o estás muerto. Vos eligís. Ya te volveremos a hablar.” Bryan sabe qué significa esta llamada. Desde hace  varios años, la Mara Salvatrucha recluta nuevos integrantes de esta manera, sobre todo jóvenes de familias pobres y descompuestas.

Muchos jóvenes de la edad de Bryan se unen a las pandillas. En ellas ven la única posibilidad para escapar del círculo vicioso de la pobreza. En la Mara encuentran reconocimiento, seguridad e identidad.

Bryan no quiere ser pandillero. Eso sí lo tiene muy claro. Quien entra a una pandilla tiene que asesinar, extorsionar y violar y tarde o temprano encuentra la muerte segura. Cuelga el teléfono y se acerca a la ventana. Respira hondo.

Esta noche no habla con nadie de lo sucedido. Casi no duerme, piensa y tiene pesadillas. La mañana siguiente busca a su hermano para contarle todo. Los dos saben muy bien que la Mara nunca se queda con amenazas incumplidas. Demasiados son los jóvenes de su barrio que dieron su vida en los últimos años.

Bryan tiene que desaparecer. Pero ¿a dónde? La Mara tiene sus ojos por todos lados. Gracias a una densa red de contactos y un sistema de comunicación que es la envidia de cualquier servicio de inteligencia, las pandillas detectan a sus enemigos hasta en el último rincón del país. Y quien no está de su lado automáticamente es su enemigo. Bryan no tiene opción, tiene que salir del país.

Su hermano una vez ya había emprendido el camino hacia el norte y de ahí conoce tanto al albergue “Hermanos en el Camino” como al padre Alejandro Solalinde. Ahí Bryan estaría seguro por un tiempo. Ahí le ayudarían. Bryan habla con su mamá sobre lo sucedido. Aunque le duele en el alma, ella tampoco conoce otra opción.

No queda tiempo para grandes despedidas. La Mara no se puede enterar de los planes de fuga. Bryan solo mete lo necesario en su mochila: ropa, un poco de dinero, una foto de su sobrino pequeño. La mañana siguiente sale hacia México, junto a su hermano. Éste ya conoce los peligros del camino y lo acompañará a él, un menor de edad que sale por primera vez de su país, hasta Ixtepec.

Bryan deja atrás a su familia, el barrio en el que se crió, sus amigos, su país. Está huyendo, pero ni siquiera le queda tiempo para reflexionar sobre eso. En bus atraviesa El Salvador y Guatemala, en balsa cruza la frontera de México, como indocumentado. Ahí le esperan largos días y largas noches de caminatas forzadas por el sur mexicano, tierra de nadie. Luego el tren, ”La Bestia”. Como por milagro, dos semanas más tarde Bryan llega agotado pero ileso a Ixtepec.

Aquí es acogido con cariño, es escuchado. Pocos días después, con el apoyo de los voluntarios del albergue, Bryan puede solicitar asilo de refugiado en el estado mexicano de Oaxaca. El trámite tardará meses y mientras tanto Bryan no puede salir del estado. Le da igual pues ¿a dónde iría? No conoce a nadie en este extraño país.

Bryan abre una nueva bolsa negra y acomoda los pares de tenis usados en la estantería. “Lo peor es que tal vez jamás podré volver a mi país y que no sepa si volveré a ver a mi familia algún día.” En su voz se nota desilusión. “Quería terminar la escuela y luego estudiar en la universidad. Pero todo se dio diferente, de la noche a la mañana. Extraño mucho a mi familia. Aquí me siento vacío, extraño. No puedo hacer nada, sólo esperar.”

Sin embargo, hablar de “no hacer nada” no va con Bryan. El joven migrante ayuda en lo que puede. Durante largas horas apoya a la doctora, quien, ya jubilada, cura los pies heridos y otros males de los migrantes de manera voluntaria. Bryan también echa mano en la construcción de una segunda planta del dormitorio de las mujeres y, como esta tarde, colabora ordenando la ropa que llega frecuentemente a la bodega.

Las hermanas religiosas que apoyan en el albergue contactaron a una familia en el norte de México. Ahí Bryan posiblemente podría ir a vivir, apenas se apruebe su solicitud de refugio. Ahí podría concluir su bachillerato y seguir estudiando.

La historia de Bryan una vez más me deja sin palabras. Es un joven que de repente y violentamente es arrancado de su entorno familiar, que  tiene que dejar todo atrás, su familia, sus amigos y sus sueños. Pero Bryan no se rinde. Está lleno de esperanza. Ya una vez por poco se salvó de la muerte. Ahora está dispuesto a darlo todo por la vida y por su futuro.

Sólo me queda admirar profundamente la valentía y la fuerza de voluntad de Bryan. Él mismo sabe que aún quedan muchos obstáculos que superar hasta que su vida algún día vuelva a una normalidad. Pero estoy convencido de que lo logrará.

La historia de Bryan no es un caso único. Son incontables los jóvenes que cada día amanecen en la mira de las maras de El Salvador, Honduras o Guatemala. Muchos se pierden en sus garras o encuentran la muerte, que al final es lo mismo. Muchos no tienen el valor de Bryan y no tienen una familia que los apoye y llore por ellos. Muchos dejan día tras día su país, huyendo hacia una vida sin violencia, sin miedo.

*Por motivos de respeto y protección, el nombre del joven migrante fue cambiado por el autor.