lunes, 2 de junio de 2014

¿Quién puede salvar a El Salvador?


En el año 2014, el país más pequeño de Centroamérica se está desangrando. Ya a estas alturas del año la sangre de más de mil salvadoreños ha teñido de rojo las quebradas de Sonsonate y La Libertad, los cañaverales de Usulután, los cafetales de Chalatenango y los callejones oscuros del Área Metropolitana. En cada esquina una madre que clama por su hijo, en cada vela diez hermanos llorando por uno de los suyos.

En los primeros cuatro meses del presente año el Instituto de Medicina Legal registra un promedio de diez homicidios por día. Cada día diez más. Esto significa un aumento de más del 50% comparado con el mismo período  del año pasado. En estos días la violencia explota. El último fin de semana de mayo cerró con 81 homicidios. Aquel ‘Salvador’, cuyo nombre lleva orgullosamente el país parece haber abandonado en fuga el territorio nacional. Dios sabe dónde se metió. 

El ahora expresidente de la República, Mauricio Funes, da por rota la así llamada ‘tregua entre pandillas’, mientras mediadores e iglesias la siguen defendiendo. Si en algo están de acuerdo todos los salvadoreños es en que hay que hacer algo. En lo que las opiniones difieren, y esto a lo largo de la historia, es en la manera de solucionar los problemas que enfrenta el país. 

Mientras que unos exigen la sangre de todo pandillero, otros se agarran a una tregua vaga como a un tallo de paja en plena tormenta. Otros se callan, se refugian en sus casas, en iglesias, en residenciales y  quieren cerrar ojos y oídos ante tanta muerte. Todas estas reacciones son perfectamente entendibles y profundamente humanas. ¿Quién, en un primer momento, no quiere ver muerto al que le quitó la vida al hijo, al hermano, la hermana? ¿Quién no quisiera creer que haya gente que se empeña en negociar soluciones? ¿Quién no quisiera desaparecer, no ver, no oír, no sentir en un ambiente de tanta violencia?

Como dijimos, todos estos sentimientos son válidos, pero ninguno lleva a una solución. A ver, una política represiva en contra de las pandillas, las detenciones y la represión masivas casi al azar en barrios marginales terminaron en un aumento terrible de la violencia en El Salvador entre el 2004 y 2009. Aparte de, efectivamente, castigar a delincuentes, esa política llenó las cárceles del país también de jóvenes inocentes cuyo único crimen ha sido nacer en una zona marginal luchando día tras día por no caer en las garras de las pandillas.

La tregua por definición no es solución para un conflicto. Según la Real Academia Española la palabra ‘tregua’ significa la “suspensión de armas” por un “determinado tiempo”, una “intermisión”, un “descanso”. Las cifras muestran que la tregua de hecho logró reducir significativamente los homicidios en el país en un determinado tiempo. Sin embargo, una tregua nunca puede ser una solución ya que no trata los problemas que están en el fondo del conflicto y mucho menos cuando la negociación de dicha tregua sucede de manera no transparente y a espaldas de la sociedad.

Que la tercera postura no es solución es más que obvio. Cada niño sabe que cerrando los ojos el bus que lo está por atropellar al cruzar la calle no desaparece, que ignorando las noticias los hermanos no dejan de morir. Es más, quien calla no es partícipe, no es sujeto. Quien no actúa deja que otros actúen sobre él o ella.
Mientras que las dos primeras perspectivas (una política represiva y el apoyo a la tregua) se encuentran a lo largo y ancho del espectro social de la sociedad, el cerrar los ojos ante la realidad es un fenómeno que se observa más en las clases media y alta, siendo casi imposible para personas que viven en las zonas marginales sacudidas por la violencia tomar esta postura.

Hay que dejar claro aquí que las pandillas no son para nada los únicos causantes de las muertes en El Salvador. El narcotráfico, repentinos crímenes medioambientales, conflictos entre familiares y vecinos y sobre todo el número espantoso de feminicidios, que pone El Salvador en uno de los primeros puestos a nivel mundial en cuanto a la violencia contra mujeres, tienen su parte significativa en el todo espantoso.

Más allá de las muertes que aparecen en los diarios y en las estadísticas no podemos olvidar las miles de muertes no registradas. La muerte interna y silenciosa de cada madre llorando por su hijo, la muerte lenta de tantos que cada día tienen que temer por sus vidas camino a la escuela o al abrir sus negocios y por fin la muerte lejana y callada de los miles y miles de salvadoreños que dejan atrás a su país y a sus familias y mueren en la anonimidad del camino porque en El Salvador ya no hay vida para ellos.

Se ve que el problema va más allá de las pandillas y por tanto una solución no puede agotarse en ellas. No se necesita de mucha perspicacia para comprender que un conflicto que abarca toda la sociedad no se puede solucionar sin la participación activa de toda esa sociedad misma. La tregua entre pandillas ha demostrado, aunque deficientemente, que el sentarse y conversar puede tener resultados positivos. Para generar soluciones a largo plazo, sin embargo, un diálogo abierto y trasparente en el cual participen todos los sectores de la sociedad es imprescindible.

Cuando hablamos de todos los sectores insistimos en que sean todos: representantes del Estado, el sector privado, la PNC, las fuerzas armadas, la sociedad civil con su abanico de organizaciones y dentro de este también las pandillas. Es un atrevimiento, casi un sacrilegio para muchos en El Salvador considerar a las pandillas parte de la sociedad civil. Incluso los pandilleros mismos hacen una distinción entre ellos, los policías y los ‘civiles’. Cualquier intento de incluir a pandilleros en el proceso de pacificación es descartado inmediatamente por una gran parte de la población, por un miedo y una rabia que son entendibles, y resuena en los medios bajo la etiqueta de “pactar con criminales”.

Foto: ElFaro.net

Hagamos un breve paréntesis. Siendo realistas debemos reconocer que la división de la sociedad salvadoreña no es tan sencilla como teniendo a la sociedad civil por un lado y a las pandillas por otro. Es un hecho que los aproximadamente 60,000 mareros que hay en El Salvador tienen familiares, padres, hijos, hermanos, primos y tíos quienes no son miembros de ninguna pandilla ni apoyan su causa espantosa.  La cantidad de personas en el país quienes están relacionadas directa o indirectamente con pandilleros es entonces un múltiplo del número de miembros de las pandillas y representa una porción significativa de la población. Por tanto hay que entender los pandilleros como profundamente insertos en relaciones, por cierto muchas veces conflictivas, dentro de la sociedad civil.

En cuanto a “pactar con criminales” tendemos a olvidar que los pandilleros no son los únicos criminales en El Salvador y que muchos de los que toman decisiones a nivel nacional e internacional, algunos incluso democráticamente electos, constantemente delinquen contra la humanidad causando hambre, injusticias y muerte. Con ellos, no obstante, pactamos todos los días, comenzando por el momento en que los defendemos en vez de denunciarlos.

De ninguna manera se trata aquí de relativizar o justificar la ola de violencia, en gran parte relacionada con el problema de las pandillas, que está de sacudiendo al país en estos tiempos. Al contrario, cada acto de violencia, cada homicidio que se comete, sea por un marero o no, debe ser investigado y condenado según la legislación correspondiente. Para garantizar procesos justos y trasparentes, eso sí, serán inevitables reformas profundas del sistema penal.

De lo que sí se trata es de ver al fondo del problema, de preguntar por su causa. ¿Por qué hay tantos jóvenes en El Salvador que terminan metiéndose a las pandillas? ¿Cómo podemos rehabilitar y reinsertar a exmareros en la sociedad? ¿Qué perspectivas y oportunidades podemos crear con y para TODOS los jóvenes de hoy, la sociedad de mañana?

Por hoy, hermanos salvadoreños siguen siendo arrancados de sus familias, de sus centros laborales y escuelas y mientras las muertes sigan estamos aún lejos de hablar de reconciliación. Lo que sí debemos reconocer es que si queremos para El Salvador una paz consolidada y duradera donde la solidaridad ocupe el lugar del rencor, un proceso de reconiliación será necesario. Esto no es una utopía y desde la historia sabemos que las heridas no sanan sólo con el tiempo. Ejemplos de Europa de la segunda mitad del siglo pasado y esfuerzos en escenarios de posguerra por ejemplo en la ex Yugoslavia y Ruanda demuestran que la reconciliación da sus frutos.

Lo más urgente en El Salvador ahora, sin embargo, es terminar con los homicidios y terminar con la represión generalizada contra la población, sobre todo las y los jóvenes, de los barrios marginados. Esto sólo se puede lograr dialogando, tomando en cuenta al otro como persona con derechos, obligaciones, necesidades, miedos y sueños, pero primero como persona.

Dialogar significa hacer un paso atrás, moverse de su propio punto de vista para dar lugar al otro. Significa ceder e intentar de ver la realidad desde la perspectiva del otro, tratar de comprenderlo. Esto es verdadero diálogo y sólo esto. Dialogar siempre cuesta. Es perder un poco de lo propio para poder avanzar en conjunto. Tiene sentido, pues de nada sirve lo propio si por agarrarse de ello nadie avanza y sigue habiendo tanta muerte. 

Un diálogo sólo puede funcionar cuando todas las partes estén participando, tomados en cuenta y respetados. No cabe duda de que una madre quien perdió a su hijo por la mano de un pandillero tenga poco interés de dialogar con él. Lo mismo se puede decir de otra madre cuyo hijo murió por la bala de un policía. Sin embargo, reiterando lo anteriormente dicho, para que cambien las cosas será necesario.

En estos días un nuevo gobierno se está haciendo cargo del poder ejecutivo de El Salvador. Muchas personas ponen mucha esperanza en los nuevos dirigentes políticos respecto a una solución del problema de la violencia. De hecho el gobierno juega un papel importante en crear condiciones de vida dignas para todos los salvadoreños. Sin embargo, no podemos olvidar que El Salvador es una democrácia y por tanto el poder es de su gente.

El gobierno no puede resolver los problemas del país sin el apoyo de la población. Corresponde a cada una y a cada uno de nosotros contribuir desde ya a la construcción de un nuevo país, desde nuestros hogares, nuestros barrios y residenciales, nuestras ofincinas y escuelas. Tendrá su precio, pero al fin y al cabo no es nada más y nada menos que su misma a gente la que puede salvar a El Salvador.

Foto: ElFaro.net

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