Es la tarde en el albergue “Hermanos en el Camino”´, en Ixtepec. Una de
esas tardes en que a pesar de la rutina diaria, casi minucionsamente estructurda
entre horarios para comer, lavar, bañarse, recoger ropa y usar el internet, no
se parece a ninguna otra. Aquí cada día cuenta una nueva historia, cada una en
su propia danza de fatalidad y esperanza destaca de las demás y rompe la
monotonía del eterno presente igual. Ninguna de estas historias se presenta en un
gran escenario; todas ocurren en un oscuro rincón, en la sombra del miedo y la
vergüenza. Ninguna se agobia, pero todas quieren ser escuchadas, aunque el
público sea escaso y los palcos estén vacíos.
Este día Bryan* me contará su historia. Bryan es un migrante que en el
camino hacia el norte no anhela nada más que el sur.
Esta tarde me toca ordenar la bodega, donde cada día se reparte ropa a
migrantes que llevan puesto apenas lo necesario. El día anterior había llegado
una donación de ropa considerable de una parroquia cercana. Zapatos, camisas,
blusas, pantalones, gorras y chamarras, todo revuelto, llenan bolsas negras
hasta reventar. El caos parece previsible cuando, dentro de una hora, los
migrantes hagan fila frente a la bodega. Para evitar eso, hay que ordenar y
clasificar las piezas y acomodarlas en las estanterías correspondientes. Un
migrante joven, con quien había tratado ya varias veces en estos días, me va a
ayudar en esta tarea.
Es tal vez a la mitad del primer costal de ropa, entre una blusa y un
pantalón, que le pregunto: “A propósito, ¿cuál es tu nombre?” “Yo soy Bryan”,
llega inmediatamente la respuesta. “¿Y de dónde eres?”, quiero saber.
Bryan es de San Salvador. No puedo reprimir mi sonrisa. “¿De San Salvador?
Ahí vivo yo también.” Bryan me mira con cara de asombro. Pero cuando le revelo
que originalmente soy de Alemania y le aclaro lo que me había llevado a su
tierra, empieza a soltarse.
“¿Estás también en camino hacia los Estados Unidos?”, le pregunto y me
arrepiento en el mismo instante, conciente de la posible redundancia de la
pregunta. “No”, es la respuesta de Bryan. Levanto la vista. “Sólo estoy aquí
porque ya no puedo estar en mi país”.
Dejo de un lado la camiseta que estaba a punto de doblar y me siento sobre
una bolsa. “No entiendo”. Bryan se saca una sonrisa, se sienta en otra bolsa y
empieza a contar su historia.
Bryan lleva ya dos meses viviendo en el albergue “Hermanos en el Camino”.
Aquí celebró su cumpleaños número 18, su mayoría de edad, diferente a lo que se
había imaginado. Bryan viene de una familia humilde y vivía con su madre, su
hermana mayor y el hijo de ella, de dos años, en Mejicanos, un municipio en las
afueras de San Salvador. Su hermano mayor, que le lleva por tres años, vive en
otro barrio, cerca de ellos.
En los últimos años Mejicanos se ha ido convirtiendo en un foco de la
guerra entre las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18. Fue aquí donde en el
año 2010 pandilleros asaltaron y prendieron fuego a un microbus de la ruta 47.
Catorce personas murieron calcinadas.
Fue aquí donde Bryan creció. Conoce a varios de los actuales pandilleros
desde su infancia. Bryan va a la escuela, le falta un año para terminar su
bachillerato. Después quiere estudiar ciencias jurídicas para mejorar la situación
de su pueblo. Bryan es un joven despierto e inteligente.
Pero las cosas sucedieron de modo distinto al que él esperaba.
Una noche, en su casa, suena el teléfono. Bryan contesta. Del otro lado,
una voz masculina, desconocida: “Mirá bicho, o te hacés uno de nosotros o estás
muerto. Vos eligís. Ya te volveremos a hablar.” Bryan sabe qué significa esta
llamada. Desde hace varios años, la Mara
Salvatrucha recluta nuevos integrantes de esta manera, sobre todo jóvenes de
familias pobres y descompuestas.
Muchos jóvenes de la edad de Bryan se unen a las pandillas. En ellas ven la
única posibilidad para escapar del círculo vicioso de la pobreza. En la Mara
encuentran reconocimiento, seguridad e identidad.
Bryan no quiere ser pandillero. Eso sí lo tiene muy claro. Quien entra a
una pandilla tiene que asesinar, extorsionar y violar y tarde o temprano
encuentra la muerte segura. Cuelga el teléfono y se acerca a la ventana.
Respira hondo.
Esta noche no habla con nadie de lo sucedido. Casi no duerme, piensa y
tiene pesadillas. La mañana siguiente busca a su hermano para contarle todo.
Los dos saben muy bien que la Mara nunca se queda con amenazas incumplidas.
Demasiados son los jóvenes de su barrio que dieron su vida en los últimos años.
Bryan tiene que desaparecer. Pero ¿a dónde? La Mara tiene sus ojos por
todos lados. Gracias a una densa red de contactos y un sistema de comunicación
que es la envidia de cualquier servicio de inteligencia, las pandillas detectan
a sus enemigos hasta en el último rincón del país. Y quien no está de su lado
automáticamente es su enemigo. Bryan no tiene opción, tiene que salir del país.
Su hermano una vez ya había emprendido el camino hacia el norte y de ahí
conoce tanto al albergue “Hermanos en el Camino” como al padre Alejandro
Solalinde. Ahí Bryan estaría seguro por un tiempo. Ahí le ayudarían. Bryan
habla con su mamá sobre lo sucedido. Aunque le duele en el alma, ella tampoco conoce
otra opción.
No queda tiempo para grandes despedidas. La Mara no se puede enterar de los
planes de fuga. Bryan solo mete lo necesario en su mochila: ropa, un poco de
dinero, una foto de su sobrino pequeño. La mañana siguiente sale hacia México,
junto a su hermano. Éste ya conoce los peligros del camino y lo acompañará a
él, un menor de edad que sale por primera vez de su país, hasta Ixtepec.
Bryan deja atrás a su familia, el barrio en el que se crió, sus amigos, su
país. Está huyendo, pero ni siquiera le queda tiempo para reflexionar sobre
eso. En bus atraviesa El Salvador y Guatemala, en balsa cruza la frontera de México,
como indocumentado. Ahí le esperan largos días y largas noches de caminatas
forzadas por el sur mexicano, tierra de nadie. Luego el tren, ”La Bestia”. Como
por milagro, dos semanas más tarde Bryan llega agotado pero ileso a Ixtepec.
Aquí es acogido con cariño, es escuchado. Pocos días después, con el apoyo
de los voluntarios del albergue, Bryan puede solicitar asilo de refugiado en el
estado mexicano de Oaxaca. El trámite tardará meses y mientras tanto Bryan no
puede salir del estado. Le da igual pues ¿a dónde iría? No conoce a nadie en
este extraño país.
Bryan abre una nueva bolsa negra y acomoda los pares de tenis usados en la
estantería. “Lo peor es que tal vez jamás podré volver a mi país y que no sepa si
volveré a ver a mi familia algún día.” En su voz se nota desilusión. “Quería
terminar la escuela y luego estudiar en la universidad. Pero todo se dio
diferente, de la noche a la mañana. Extraño mucho a mi familia. Aquí me siento
vacío, extraño. No puedo hacer nada, sólo esperar.”
Sin embargo, hablar de “no hacer nada” no va con Bryan. El joven migrante
ayuda en lo que puede. Durante largas horas apoya a la doctora, quien, ya
jubilada, cura los pies heridos y otros males de los migrantes de manera voluntaria.
Bryan también echa mano en la construcción de una segunda planta del dormitorio
de las mujeres y, como esta tarde, colabora ordenando la ropa que llega
frecuentemente a la bodega.
Las hermanas religiosas que apoyan en el albergue contactaron a una familia
en el norte de México. Ahí Bryan posiblemente podría ir a vivir, apenas se
apruebe su solicitud de refugio. Ahí podría concluir su bachillerato y seguir estudiando.
La historia de Bryan una vez más me deja sin palabras. Es un joven que de
repente y violentamente es arrancado de su entorno familiar, que tiene que dejar todo atrás, su familia, sus
amigos y sus sueños. Pero Bryan no se rinde. Está lleno de esperanza. Ya una
vez por poco se salvó de la muerte. Ahora está dispuesto a darlo todo por la
vida y por su futuro.
Sólo me queda admirar profundamente la valentía y la fuerza de voluntad de
Bryan. Él mismo sabe que aún quedan muchos obstáculos que superar hasta que su
vida algún día vuelva a una normalidad. Pero estoy convencido de que lo
logrará.
La historia de Bryan no es un caso único. Son incontables los jóvenes que
cada día amanecen en la mira de las maras de El Salvador, Honduras o Guatemala.
Muchos se pierden en sus garras o encuentran la muerte, que al final es lo
mismo. Muchos no tienen el valor de Bryan y no tienen una familia que los apoye
y llore por ellos. Muchos dejan día tras día su país, huyendo hacia una vida
sin violencia, sin miedo.
*Por motivos de respeto y
protección, el nombre del joven migrante fue cambiado por el autor.
Tenemos mucho por hacer!
ResponderBorrarhay manos queriendo aportar pero no son suficientes, pero sobre todo sin redes que interconecten esas mano...
a trabajar....
Me he quedado sin palabras, ante tal reportaje ( aunque no seas periodista)
ResponderBorrarFElicidades por el trabajo realizado, admirable me resulta, dejar un país que al parecer en términos económicos lo tiene todo; por el placer de habitar otras tierras en las que sólo rige la consigna de "dar a luz nuevas realidades". Desde México recibe saludos revolucionarios.
Ale Govea.
Igualmente para ti, amigo, gracias por contar las historias de los "sin voz".... No es fácil callar, y se que al regresar a tu país, ya no eres el mismo... Un abrazo fuerte desde la Isla del Encanto...
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