En el año 2014, el país más pequeño de Centroamérica se está desangrando. Ya a estas alturas del año la sangre de más de mil salvadoreños ha teñido de rojo las quebradas de
Sonsonate y La Libertad, los cañaverales de Usulután, los cafetales de
Chalatenango y los callejones oscuros del Área Metropolitana. En cada esquina una
madre que clama por su hijo, en cada vela diez hermanos llorando por uno de los
suyos.
En los primeros cuatro meses del presente año el Instituto de Medicina
Legal registra un promedio de diez homicidios por día. Cada día diez más. Esto
significa un aumento de más del 50% comparado con el mismo período del año pasado. En estos días la violencia
explota. El último fin de semana de mayo cerró con 81 homicidios. Aquel ‘Salvador’,
cuyo nombre lleva orgullosamente el país parece haber abandonado en fuga el
territorio nacional. Dios sabe dónde se metió.
El ahora expresidente de la República, Mauricio Funes, da por rota la así
llamada ‘tregua entre pandillas’, mientras mediadores e iglesias la siguen
defendiendo. Si en algo están de acuerdo todos los salvadoreños es en que hay
que hacer algo. En lo que las opiniones difieren, y esto a lo largo de la
historia, es en la manera de solucionar los problemas que enfrenta el país.
Mientras que unos exigen la sangre de todo pandillero, otros se agarran a
una tregua vaga como a un tallo de paja en plena tormenta. Otros se callan, se
refugian en sus casas, en iglesias, en residenciales y quieren cerrar ojos y oídos ante tanta
muerte. Todas estas reacciones son perfectamente entendibles y profundamente
humanas. ¿Quién, en un primer momento, no quiere ver muerto al que le quitó la
vida al hijo, al hermano, la hermana? ¿Quién no quisiera creer que haya gente
que se empeña en negociar soluciones? ¿Quién no quisiera desaparecer, no ver,
no oír, no sentir en un ambiente de tanta violencia?
Como dijimos, todos estos sentimientos son válidos, pero ninguno lleva a
una solución. A ver, una política represiva en contra de las pandillas, las detenciones
y la represión masivas casi al azar en barrios marginales terminaron en un
aumento terrible de la violencia en El Salvador entre el 2004 y 2009. Aparte de,
efectivamente, castigar a delincuentes, esa política llenó las cárceles del
país también de jóvenes inocentes cuyo único crimen ha sido nacer en una zona
marginal luchando día tras día por no caer en las garras de las pandillas.
La tregua por definición no es solución para un conflicto. Según la Real
Academia Española la palabra ‘tregua’ significa la “suspensión de armas” por un
“determinado tiempo”, una “intermisión”, un “descanso”. Las cifras muestran que
la tregua de hecho logró reducir significativamente los homicidios en el país
en un determinado tiempo. Sin embargo, una tregua nunca puede ser una solución
ya que no trata los problemas que están en el fondo del conflicto y mucho menos
cuando la negociación de dicha tregua sucede de manera no transparente y a
espaldas de la sociedad.
Que la tercera postura no es solución es más que obvio. Cada niño sabe que
cerrando los ojos el bus que lo está por atropellar al cruzar la calle no
desaparece, que ignorando las noticias los hermanos no dejan de morir. Es más,
quien calla no es partícipe, no es sujeto. Quien no actúa deja que otros actúen
sobre él o ella.
Mientras que las dos primeras perspectivas (una política represiva y el
apoyo a la tregua) se encuentran a lo largo y ancho del espectro social de la
sociedad, el cerrar los ojos ante la realidad es un fenómeno que se observa más
en las clases media y alta, siendo casi imposible para personas que viven en
las zonas marginales sacudidas por la violencia tomar esta postura.
Hay que dejar claro aquí que las pandillas no son para nada los únicos
causantes de las muertes en El Salvador. El narcotráfico, repentinos crímenes
medioambientales, conflictos entre familiares y vecinos y sobre todo el número
espantoso de feminicidios, que pone El Salvador en uno de los primeros puestos
a nivel mundial en cuanto a la violencia contra mujeres, tienen su parte
significativa en el todo espantoso.
Más allá de las muertes que aparecen en los diarios y en las estadísticas
no podemos olvidar las miles de muertes no registradas. La muerte interna y
silenciosa de cada madre llorando por su hijo, la muerte lenta de tantos que
cada día tienen que temer por sus vidas camino a la escuela o al abrir sus
negocios y por fin la muerte lejana y callada de los miles y miles de
salvadoreños que dejan atrás a su país y a sus familias y mueren en la
anonimidad del camino porque en El Salvador ya no hay vida para ellos.
Se ve que el problema va más allá de las pandillas y por tanto una solución
no puede agotarse en ellas. No se necesita de mucha perspicacia para comprender
que un conflicto que abarca toda la sociedad no se puede solucionar sin la
participación activa de toda esa sociedad misma. La tregua entre pandillas ha
demostrado, aunque deficientemente, que el sentarse y conversar puede tener
resultados positivos. Para generar soluciones a largo plazo, sin embargo, un
diálogo abierto y trasparente en el cual participen todos los sectores de la
sociedad es imprescindible.
Cuando hablamos de todos los sectores insistimos en que sean todos:
representantes del Estado, el sector privado, la PNC, las fuerzas
armadas, la sociedad civil con su abanico de organizaciones y dentro de este
también las pandillas. Es un atrevimiento, casi un sacrilegio para muchos en El
Salvador considerar a las pandillas parte de la sociedad civil. Incluso los
pandilleros mismos hacen una distinción entre ellos, los policías y los ‘civiles’.
Cualquier intento de incluir a pandilleros en el proceso de pacificación es descartado
inmediatamente por una gran parte de la población, por un miedo y una rabia que
son entendibles, y resuena en los medios bajo la etiqueta de “pactar con
criminales”.
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Foto: ElFaro.net |
Hagamos un breve paréntesis. Siendo realistas debemos reconocer que la
división de la sociedad salvadoreña no es tan sencilla como teniendo a la sociedad
civil por un lado y a las pandillas por otro. Es un hecho que los aproximadamente
60,000 mareros que hay en El Salvador tienen familiares, padres, hijos,
hermanos, primos y tíos quienes no son miembros de ninguna pandilla ni apoyan
su causa espantosa. La cantidad de
personas en el país quienes están relacionadas directa o indirectamente con
pandilleros es entonces un múltiplo del número de miembros de las pandillas y
representa una porción significativa de la población. Por tanto hay que
entender los pandilleros como profundamente insertos en relaciones, por cierto
muchas veces conflictivas, dentro de la sociedad civil.
En cuanto a “pactar con criminales” tendemos a olvidar que los pandilleros
no son los únicos criminales en El Salvador y que muchos de los que toman
decisiones a nivel nacional e internacional, algunos incluso democráticamente
electos, constantemente delinquen contra la humanidad causando hambre,
injusticias y muerte. Con ellos, no obstante, pactamos todos los días, comenzando
por el momento en que los defendemos en vez de denunciarlos.
De ninguna manera se trata aquí de relativizar o justificar la ola de
violencia, en gran parte relacionada con el
problema de las pandillas, que está de sacudiendo al país en estos tiempos. Al contrario,
cada acto de violencia, cada homicidio que se comete, sea por un marero o no,
debe ser investigado y condenado según la legislación correspondiente. Para
garantizar procesos justos y trasparentes, eso sí, serán inevitables reformas
profundas del sistema penal.
De lo que sí se trata es de ver al fondo del problema, de preguntar por su
causa. ¿Por qué hay tantos jóvenes en El Salvador que terminan metiéndose a las
pandillas? ¿Cómo podemos rehabilitar y reinsertar a exmareros en la sociedad?
¿Qué perspectivas y oportunidades podemos crear con y para TODOS los jóvenes de
hoy, la sociedad de mañana?
Por hoy, hermanos salvadoreños siguen siendo arrancados de sus familias, de
sus centros laborales y escuelas y mientras las muertes sigan estamos aún lejos
de hablar de reconciliación. Lo que sí debemos reconocer es que si queremos
para El Salvador una paz consolidada y duradera donde la solidaridad ocupe el
lugar del rencor, un proceso de reconiliación será necesario. Esto no es una
utopía y desde la historia sabemos que las heridas no sanan sólo con el tiempo.
Ejemplos de Europa de la segunda mitad del siglo pasado y esfuerzos en
escenarios de posguerra por ejemplo en la ex Yugoslavia y Ruanda demuestran que
la reconciliación da sus frutos.
Lo más urgente en El Salvador ahora, sin embargo, es terminar con los
homicidios y terminar con la represión generalizada contra la población, sobre
todo las y los jóvenes, de los barrios marginados. Esto sólo se puede lograr
dialogando, tomando en cuenta al otro como persona con derechos, obligaciones,
necesidades, miedos y sueños, pero primero como persona.
Dialogar significa hacer un paso atrás, moverse de su propio punto de vista
para dar lugar al otro. Significa ceder e intentar de ver la realidad desde la
perspectiva del otro, tratar de comprenderlo. Esto es verdadero diálogo y sólo
esto. Dialogar siempre cuesta. Es perder un poco de lo propio para poder
avanzar en conjunto. Tiene sentido, pues de nada sirve lo propio si por agarrarse
de ello nadie avanza y sigue habiendo tanta muerte.
Un diálogo sólo puede funcionar cuando todas las partes estén participando,
tomados en cuenta y respetados. No cabe duda de que una madre quien perdió a su
hijo por la mano de un pandillero tenga poco interés de dialogar con él. Lo
mismo se puede decir de otra madre cuyo hijo murió por la bala de un policía.
Sin embargo, reiterando lo anteriormente dicho, para que cambien las cosas será
necesario.
En estos días un nuevo gobierno se está haciendo cargo del poder ejecutivo
de El Salvador. Muchas personas ponen mucha esperanza en los nuevos dirigentes
políticos respecto a una solución del problema de la violencia. De hecho el
gobierno juega un papel importante en crear condiciones de vida dignas para
todos los salvadoreños. Sin embargo, no podemos olvidar que El Salvador es una
democrácia y por tanto el poder es de su gente.
El gobierno no puede resolver los problemas del país
sin el apoyo de la población. Corresponde a cada una y a cada uno de nosotros
contribuir desde ya a la construcción de un nuevo país, desde nuestros hogares,
nuestros barrios y residenciales, nuestras ofincinas y escuelas. Tendrá su
precio, pero al fin y al cabo no es nada más y nada menos que su misma a gente
la que puede salvar a El Salvador.
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Foto: ElFaro.net |