Son las
5:30 de la mañana y me quiero quitar el sueño de los ojos mientras estoy
esperando en la fila de la taquilla en el ‘Puerto Bus’ de San Salvador. Detrás mío
están esperando también dos jóvenes, tal vez de mi edad. Me toma un rato darme
cuenta que uno de los dos es mujer. Es de complexión delgada y lleva un suéter
oscuro con capucha. Su cabello está corto, casi rapado. Los dos visten ropa
cómoda y discreta, traen tenis y en la espalda cada uno carga una pequeña
mochila. La chica mira de un lado a otro, parece nerviosa e intercambia algunas
palabras con su compañero.
El viaje en el bus directo de San Salvador a Tapachula,
en Chiapas, en el sur de México, me cuesta 42 US$. El trayecto dura nueve
horas. Ya sentados en el bus, Fide, una joven religiosa que ya tiene tiempo
trabajando en el proyecto en México y a quien acompañaré en este viaje, me
señala sin mucha vuelta: “¿Viste a los dos detrás de ti? Ellos son migrantes.”
Púchica. Se me seca la garganta. Al parecer la historia que me llevará al norte
ya comienza aquí.
Éxodo hacia la
esperanza
Son casi 4000 kilómetros y tres fronteras las que dividen
El Salvador y Estados Unidos de América. Sin embargo, el imperio está
omnipresente en la cotidianidad salvadoreña. De eso me doy cuenta, de la manera
más inmediata quizás, cada vez que al pagar en la pupusería mi mirada recae
sobre la Estatua de la Libertad, acuñada en la moneda del dólar. Desde el año
2001 el dólar americano es la moneda oficial en este pequeño país centroamericano.
Pero eso no es todo. Los anuncios gigantescos de McDonald´s, Burger King, Pizza
Hut y Wal Mart ya por mucho tiempo son parte inseparable del panormama urbano
de San Salvador. Coca Cola controla una gran parte de las reservas de agua
potable de El Salvador y la Escuela Americana es la más prestigiosa del país.
Sin embargo, las interrelaciones van más allá, son más
profundas. Es un hecho que practicamente toda familia salvadoreña tiene
algún familiar en EU. Según cálculos
recientes, un aproximado de 3 millones de salvadoreños vive en Estados Unidos. Esto
corresponde a la tercera parte de la población de El Salvador. Quien se va al
extranjero, por general busca trabajo, un recurso que o es escaso en el propio
país o es tan mal pagado que no alcanza para cubrir las necesidades básicas de
la familia.
Esto se refleja de manera significativa en la economía
del país. En el año 2012 alrededor de 2 billones de dólares fueron remitidos a
El Salvador desde el norte. Las remesas constituyen un 16% del PIB salvadoreño.
La mayor parte de los migrantes llevan ya muchos años
viviendo en EU. Llegaron como refugiados por las guerras civiles en las décadas
de los 70 y 80 a los centros hispanos de Los Angeles, Houston, Miami o Nueva
York. Sin embargo, hasta la fecha, cada día cientos de centroamericanos
emprenden el camino hacia el norte. Alrededor de 140,000 por año.
Estas cantidades toman dimensiones de un éxodo. El flujo
migratorio de América Latina a Estados Unidos es el más grande del mundo y posiblemente
el más grande en la historia de la humanidad. Aunque semejante desplazamiento
humano es imposible de encubrir, los grandes medios de comunicación y los
gobiernos de todos los países involucrados justamente eso intentan hacer. Es
una realidad que incomoda y hace surgir preguntas:
¿Cómo logra
llegar una cantidad tan inmensa de migrantes a EU?
¿Quiénes son
esas personas, que dejan todo atrás y emprenden el camino hacia la incertidumbre?
¿Qué es lo
que los mueve?
Yo también
emprendí el camino hacia el norte, pero para buscar respuestas, para
comprender. Lo que encontré fueron historias increíbles y más preguntas que
respuestas.
Sin papeles,
ruta imposible
En el bus pasan comedias de Hollywood y ya hemos dejado
atrás la ciudad de Guatemala. Pasando por las incesantes milpas que cubren como
una alfombra de mil retazos las montañas guatemaltecas, seguimos más y más
hacia el norte. Unas horas después, el bus se detiene bruscamente. El conductor
se voltea y se dirige a sus pasajeros con voz firme: “Todos los que no van
hasta la frontera, ¡bájense aquí!”.
La pareja de jóvenes se pone las mochilas a toda prisa y
se baja del bus sin echar ni una mirada atrás. Su viaje no termina en este
punto. Más bien aquí es donde empieza. Si los dos jóvenes salvadoreños algún
día habrán llegado a los Estados Unidos no lo puedo decir. Jamás los volveré a
ver.
Sólo pocos minutos después llegamos al puesto fronterizo
El Carmen. Me pongo en la fila de los demás pasajeros. Paso el control de
aduanas, lleno un formulario, recibo el sello migratorio en mi pasaporte alemán
y estoy en México. Los centroamericanos no la tienen tan fácil. Quien quiere
entrar a México necesita una visa, la cual es muy difícil de obtener y para
quien no dispone de muchos recursos económicos es prácticamente imposible. Por
esta razón a la mayoría de los migrantes centroamericanos no les queda otra
alternativa que “desaparecer” en este punto del viaje.
Doy mis primeros pasos en tierra mexicana. Son pasos de
emoción por haber llegado finalmente a este México. Son pasos de curiosidad por
lo que traerán más adelante. Pero en estos pasos se mezcla también una amargura.
Es la amargura de la vergüenza, por ser alemán, por todo este mundo tan
desigual, injusto y hostil; vergüenza porque aparentemente no puedo hacer nada,
sólo caminar bajo este sol ardiente mexicano.
En el lugar donde el bus suele dejar a los migrantes
antes de llegar a la frontera, ya los esperan los microbuses que los llevarán a
los puntos ciegos por un precio exorbitante. Ahí podrán cruzar el río en balsas
provisionales para así llegar a México. Todo el mundo lo sabe. A lo largo del
tiempo se ha desarrollado una verdadera infraestructura alrededor del tránsito
indocumentado. Entre taxistas, dueños de balsas, coyotes y oficiales corruptos
cada quien quiere recibir su pedazo de la torta.
Una vez en México, la mayoría de migrantes continúan su
viaje agazapados encima de los trenes de carga, cuya red atraviesa miles de
kilómetros por todo el país de sur a norte. El viaje en el tren es peligroso.
No sólo son el calor despiadado y el frío paralizador del desierto mexicano que
dificultan el trayecto. Los migrantes tienen que procurar permanentemente no
ser descubiertos por los agentes de migración y, además, en los últimos años
más y más caen en manos del crimen organizado, cárteles de narcotráfico,
traficantes de personas, sicarios y pandillas. Muchos migrantes jamás llegan a
su destino. Muchos jamás vuelven a ver a sus familias. Tomando en cuenta todo
esto, no sorprende el nombre que los migrantes le pusieron a su tren: “La
Bestia”.
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La red vial de "La Bestia" |
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Miles de migrantes atraviesan cada día México encima de trenes de carga |
Poco después de cruzar la frontera llegamos a Tapachula,
una ciudad de provincia, austera y nublada. Aquí esperamos la siguiente
conexión a Ixtepec, el destino final de este viaje, ubicado alrededor de siete
horas más al norte en el estado de Oaxaca. Es cerca de la medianoche cuando
dejamos atrás Tapachula en un bus moderno y climatizado. Apenas salimos de la
ciudad, el bus se detiene. Se abre la puerta y sube una oficial del Instituto
Nacional de Migración. Control de pasaportes. Con cara seria examina mi sello
de entrada. Continuamos el viaje.
Sólo pocos minutos despúes, otro retén: un puesto del
ejército. Dos militares armados pasan por los asientos mirando a cada uno de
los pasajeros, callados todos, y luego bajan. Una hora más tarde el bus para
nuevamente. Se les exige a los pasajeros bajarse del bus y recoger su equipaje.
En medio de la nada, un retén de la aduana. Unos cien mexicanos y media docena
de extrajeros, medio dormidos, hacen cola, mientras que los agentes de aduana
examinan cada maleta con aparatos que usualmente se ven en los aeropuertos,
buscando drogas, armas y sabe Dios qué más.
Cuando llegamos a Ixtepec temprano esta mañana, casi sin
dormir, había pasado por siete retenes: de la policía federal, los militares,
la aduana, los agentes de migración. Sobre algo no tengo duda esta mañana: para
alguien que emprende este viaje sin documentos, esta ruta es imposible.
El Albergue
“Hermanos en el Camino”, una casa de migrantes
Ixtepec sería una ciudad pequeña y tranquila, casi
adormecida, en la llanura del Istmo de Tehuantepec, nada más y nada menos. Sin
embargo, su ubicación estratégica entre el Océano Pacífico y el Golfo de México
y el ser un punto crucial del sistema férreo, lo convirtieron en un centro de
operaciones del crimen organizado. Cárteles, traficantes de personas, sicarios,
en Ixtepec todos tienen su sucursal y acechan como lobos hambrientos en medio
del flujo interminable de los migrantes provenientes del sur.
En la periferia de Ixtepec, apenas a pocos minutos de la
estación del tren y topando con las vías férreas, encontramos el albergue
“Hermanos en el Camino”. La casa para migrantes funciona desde el año 2007.
Desde entonces miles de mujeres, hombres y niños de Guatemala, El Salvador,
Honduras, Nicaragua, Cuba, Haiti, América del Sur e incluso de la India y
África han encontrado refugio en este lugar. Aquí es donde también yo viviré y
trabajaré durante las siguientes tres semanas como voluntario durante mis
vacaciones de la universidad.
Recíen llegado queda poco tiempo para descansar. El
fuerte y largo silbido de una bocina rompe el silencio de esta mañana. “El
treeeen...”, se escucha la voz de alguien desde el dormitorio de los hombres. Instantes
después, un gran alboroto en el patio. Todo se prepara para la llegada de los
nuevos. Vuelve el sonido de la bocina y de repente aparece, bajo el cielo
nublado de la mañana, “La Bestia”. Gimiendo se empuja a sí misma, metro por
metro hasta el portón trasero del albergue y expone a la vista del espectador
los bultos de personas amontonadas arriba de los vagones. En el primero vienen
unos cuantos, en el segundo como 15, luego 30, 50, 80, cuerpo a cuerpo.
Esta mañana son alrededor de 800 los migrantes que llegan
a Ixtepec. Eso es más o menos el promedio de la temporada. En temporada
navideña son muchos más, me explica Fátima, voluntaria que ya tiene más de un
año trabajando en el albergue. En esa época del año la cobertura de los puestos
de policía y migración es menor y así las posibilidades de pasar hasta el norte
son mucho mayores.
Un crujido de acero, que me estremece todo el cuerpo,
corre a lo largo del tren y “La Bestia” se detiene. Los bultos se empiezan a
disolver. Uno tras otro bajan los travesaños de los vagones hasta pisar los
rieles. En el portón son recibidos por tres policías, encargados por el estado
de Oaxaca de garantizar la protección del albergue.
Instituciones como el albergue “Hermanos en el Camino” en
Ixtepec, que velan por los migrantes, se mueven en territorio crítico y tienen
muchos enemigos. Cada persona que entra al albergue es revisada y examinada
minuciosamente. Armas de fuego, cuchillos y drogas son prohibidas. Los
migrantes incluso tienen que entregar sus celulares, ya que en el pasado se
dieron casos de llamadas anónimas, extorsiones y amenazas contra ellos.
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La cara de "La Bestia" |
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Llegando a Ciudad Ixtepec |
Enfrente del edificio central del albergue está el padre
Alejandro Solalinde, fundador del albergue, quien recibe a los migrantes. Entre
los migrantes el sacerdote es simplemente conocido como “el padre”, pero es uno
de los defensores de los derechos humanos más comprometidos en todo México. Su
compromiso va mucho más allá del trabajo con los migrantes. Donde sea que
empresas transnacionales junto a autoridades corruptas expulsan a comunidades
indígenas de sus tierras, Solalinde no se calla. Se reune con los más altos
mandos políticos en la Ciudad de México para exigir una reforma migratoria y
viaja a diestra y siniestra por el país para concientizar a la gente sobre las
desgracias que está sufriendo una gran parte del pueblo.
Esta labor para nada encuentra sólo admiración y apoyo en
los diversos sectores de la sociedad. Varias veces el cura fue amenazado de
muerte. Tanto para los políticos de alto rango como para el crimen organizado,
los cárteles y traficantes de personas, su trabajo es un estorbo. Por eso es que
desde hace un tiempo el padre Solalinde no puede dar ningún paso sin la
compañía de sus dos guardaespaldas, dos policías federales.
“El padre” les da la bienvenida a los migrantes
personalmente. “Esta es su casa. Descansen y recuperen fuerzas para el camino.”
Con estas palabras se dirige a los hombres, las mujeres y niños cuyas caras
están marcadas por el hambre, el cansancio y el miedo de los días y semanas
anteriores. Todos pueden permanecer hasta tres días en el albergue, luego hay
que hacer sitio para los que siguen.
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P. Alejandro Solalinde |
Aquí los migrantes reciben una comida caliente tres veces
al día, se pueden bañar, lavar su ropa y descansar. Los que llegan sin nada
reciben zapatos y ropa, provenientes de donaciones que llegan al albergue
frecuentemente. Una doctora jubilada brinda, de modo voluntario, un nivel
básico de atención médica. De vez en cuando llegan equipos de Médicos Sin Fronteras.
Aparte de cubrir sus necesidades más básicas, los migrantes también reciben
asesoría legal e información sobre derechos humanos. Todo esto es posible por el
esfuerzo del padre Solalinde y de cuatro religiosas, apoyados por varios
voluntarios que, algunos por más tiempo, otros por menos, colaboran con el
albergue.
Antes de pasar al tan esperado desayuno, todos los recién
llegados son registrados. Se les toma una foto, se anotan sus datos personales
y se hace una breve entrevista para tener cierto conocimiento sobre quién entra
al albergue y cómo le ha ido a cada uno en su camino. Esa información se sube a
la red nacional de todos los albergues y sirve más que nada para la protección
de los migrantes. De este modo es más fácil, por ejemplo, en un caso de
desaparición, tener información sobre el último paradero de la persona. Así los
hombres y las mujeres dejan su nombre y su historia como una huella en el
anonimato del camino.
Elsy tuvo
“suerte”
Esta mañana a mi me toca tomar las fotos y es aquí donde
me encuentro con Elsy, una joven hondureña de más o menos 20 años. Elsy viaja
acompañada por su esposo y su hermano. Sus tenis blancos no sobrevivieron la
caminata forzada de varios días por los cerros y bosques del sur mexicano. Sus
pies están hinchados y llenos de ampollas. Trae lo que lleva puesto, un
pantalón de malla azul y una blusa negra. La mochila pequeña en la que llevaba
su ropa para cambiarse, sus documentos y algo de dinero se la quitaron hace ya
algunos días unos ladrones en el camino.
Si bien oculta lo más que puede el hambre y el cansancio,
percibo en su preciosa cara y en sus profundos ojos negros un terror desnudo.
Según me cuenta un pandillero se le había acercado el día anterior antes de
subirse al tren en Arriaga y la había amenazado con violarla durante el
trayecto. Catorce horas duró el viaje de Arriaga a Ixtepec. Elsy no cerró ni un
ojo en toda la noche por ese terrible miedo. Elsy tuvo suerte, la amenaza no
pasó de ser sólo eso. Muchas mujeres y niñas cada día son violadas y asesinadas
de manera bestial a lo largo del camino. Quien opone resistencia es tirada del
tren y descuartizada por “La Bestia”.
Elsy está al borde de un ataque de nervios. Las lágrimas
llenan sus ojos. Piensa en su hija de tres años a la que tuvo que dejar en Honduras.
Ya no quiere avanzar más y mucho menos en tren. Elsy sabía que el camino iba a
ser peligroso, pero no se había imaginado una pesadilla como esta. Pero ¿qué le
queda? A pesar de que viene de una zona bastante turística en la costa caribeña
de Honduras, trabajo allá no hay. Su esposo y ella lo habían intentado todo.
Además la violencia en las calles es cada día más. Honduras hoy es el país con
la tasa de homicidios más alta en el mundo.
Elsy y sus acompañantes ya no tienen ni un peso en el
bolsillo. Lo que no les robaron tuvieron que pagarlo en el tren a cambio de su
vida. Es la cuota.
“Estamos con vida, gracias a Dios. Eso es lo único que
importa”. En la voz de Elsy se mezclan desesperación y esperanza. Con un gesto
de agradecimiento recibe el cepillo de dientes y el pedazo de jabón que yo le
alcanzo. Ahora a los migrantes les espera un plato caliente de comida, una cama
con colchón y tres días de descanso. Tal vez uno que otro logrará aquí, por un
breve instante, olvidar las penas y preocupaciones del camino.
La historia de Elsy me impacta. Sin embargo, pronto me
daría cuenta que sólo es una entre muchas, ninguna menos trágica, muchas aún
más. Empezaría a comprender qué es lo que mueve a las personas a emprender ese
camino deshumanizante. Ahí está la historia de Bryan, un joven de 18 años que
ya tiene varios meses de estar en el albergue y no anhela nada más que estar
junto a su familia en El Salvador. Está también la historia de Antonio, un joven
guatemalteco cuya casa ya desde hace 13 años es el camino. Me enteraría de que
no todos los policías son corruptos y que las preguntas más fáciles son las más
difíciles de responder.